jueves, 8 de marzo de 2012

Mi Buenos Aires querido - 2012

La frazada te cubre la espalda, exactamente 5 cm. por debajo del corpiño negro que hasta hace 7 minutos ocultaba tu lunar. El ventilador al máximo funciona como somnífero, ahora que estás muy grande para canciones de cuna. Tu mirada oscila entre el movimiento de los aros que cuelgan del velador y esa foto que aún conservas sobre la mesa de luz. Pensás, como cada 20 del mes, que es momento de modificar ese paisaje que te obliga a utilizar el vaivén de los aros como escape ante el inevitable recuerdo, pero tu masoquismo gana cada vez.

Una tarde en Brasil, el mediodía en Cuba y aquella noche en París cuando lo único que importaba, y me refiero a un asunto de vida o muerte, era que el vino fuera el adecuado: rosado al amanecer, blanco para las actividades del día y tinto a la hora del amor.

Recordás el salón donde comenzó todo, ese “sucucho” asfixiante del San Juan y Boedo antiguo. Dos años de cadenas invertidas, caminatas sincopadas y ochos adornados, en los que sus manos conversaban e intercambiaban intereses (al parecer las de él se debatían tu cintura). Los pies emancipados del cuerpo amenazaban con abandonarlos en cualquier momento, cansados de la cobardía a la que asistían cada martes.

Finalmente un 6 de octubre las manos, los pies y la cintura de Horacio consiguieron invitarte a cenar al bodegón ubicado de camino a la parada de tu colectivo y en ese momento supieron coordinar, también, los labios. Notaron que sus lenguas habían estado observando y aprendiendo el giro con traspié y boleo.

Los siguientes seis años Horacio y vos se dedicarían a humillar, en diferentes ciudades e idiomas, libros de autoayuda que se jactaban de poseer fórmulas para el amor “aeternus”. Ustedes, expertos del (re)descubrirse en cada recorrido dictado por el 2x4, milímetro a milímetro.

Te sonreís sin pestañear mientras tus ojos siguen clavados en ese abrazo, ese trofeo, y luego recordás aquel lunes (por supuesto, lunes tenía que ser). La competencia uruguaya los dejó, por primera vez desde que comenzaron, en cuarto lugar. Al parecer nuevamente sus cuerpos asumían antes que ustedes lo que se empeñaban en negar.

Decidiste volver en el primer vuelo a tu Buenos Aires querido, a ver si era cierto eso de que “no habrá más penas ni olvido”. Horacio se quedaría un día más, necesitaba pensar.

Llamaste a su casa durante diez noches seguidas, nada. Fuiste al salón como cada martes y preguntaste pero nadie tenía la respuesta. Recorriste los lugares que frecuentaban, las paradas de la línea 53 desde Caminito hasta Boedo. Nada.

Finalmente te resignaste y ahora te encontrás boca abajo, con el ventilador al máximo, pensando en ese corpiño negro que ocultaba su lunar y aquel lunes 20 en el que decidiste quedarte un día más en Montevideo sin sospechar que tus manos no volverían a pelear por su cintura, o que tus piernas jamás volverían a ser abrazadas por las de Isabel.

Ya no sabías bailar.

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